lunes, 29 de noviembre de 2010
miércoles, 17 de noviembre de 2010
Reseña taquillera
La Hora Cero compite con Hermano por récord de taquillas
El filme venezolano La hora Cero se convertirá en el número 1 en lo que va del 2010, luego de 6 semanas en cartera. Con casi 410 mil espectadores superó la película Hermano y se ha posicionado en el segundo lugar en el top 10 del cine nacional, luego de Secuestro Express. Es la primera película de acción hecha en Venezuela que incluyó un equipo de especialistas en la creación y diseño de escenas de alto riesgo.
“¿Qué pasaría si alguien muy malo hace algo muy bueno con la intención de ayudar a alguien?” es la paradoja que utiliza el director Diego Velascos para explicar la trama de la película protagonizada por la Parca (Zapata 666), un sicario que se ve obligado a secuestrar una clínica privada para salvar a Ladydi (Amanda Key), el amor de su vida. Lo que parecía un plan perfecto terminará en un desenlace donde la Parca se verá obligado a enfrentar el circo mediático, los errores de su pasado y a descubrir que sus peores enemigos están más cerca de lo que él imagina.
Carolina Paiz una de las guionista señaló que La Hora Cero fue un trabajo a cuatro manos que llevó 15 versiones del guión y 3 años en terminar. “El objetivo fue hacer un filme al estilo de Hollywood pero con un sabor latinoamericano” que conjugara en 100 minutos: drama, comedia, entretenimiento y un nivel alto de creatividad.
Los actores que integran el elenco son: Marisa Román, Erich Wildpret, Albi de Abreu, Laureano Olivarez, Alejandro Furth, Steve Wilcox, Rolando Padilla, Beatriz Vázquez y Ana María Simon. Asimismo, se contó con el apoyo de la empresa argentina FX STUNT TEAM para la creación y ejecución de escenas de alto riesgo para cine y televisión.
martes, 16 de noviembre de 2010
Entrevista de la penumbra
Entrevista a Franklin Alcalá, sobreviviente de la pobreza y de la violencia
“Las cicatrices las llevo en mi mente”
A Franklin Alcalá una de las cosas que más le causa inconformidad es su baja estatura, pero no se compara con la inconformidad que transmite su mirada por el hecho de no haber estudiado. No fue a la escuela no porque no quiso, sino porque no pudo. No pudo porque a sus 16 años tuvo que decidir entre los golpes que recibía de su padre o una libertad que le costaría trabajo construir. Al final se decidió por lo último y ahora a sus 31 años confiesa que no se arrepiente de nada.
Sus ojos pardos y cristalinos parecieran que hablaran por sí solos, como si quisieran contar las vicisitudes que han visto y los esfuerzos emprendidos por superarlas. Pero Franklin, que de cada oportunidad trata de sacar un chiste, esta vez se mostró nervioso, incluso rechazó el café —su bebida predilecta— para disponerse a contar los recuerdos de su ayer y las esperanzas de su mañana. Su pasado no sólo se enmarcó en los maltratos, sino también en la pobreza, en no tener qué comer y en la enfermedad de uno de sus hijos. Su presente sigue siendo una lucha, pero al futuro le sonríe con el sueño de que su familia tenga lo que él no pudo tener.
—¿Cómo es un día normal en la vida de Franklin Alcalá?
—Todos los días me levanto a las 4:40 am porque tardo dos horas en llegar al trabajo. Lo primero que hago es besar a mis hijos, bañarme, tomarme un café y salir a trabajar. Cuando salgo del trabajo voy directo a la casa, mis hijos me reciben al llegar, yo les echo la bendición y les pido el cuaderno para revisarles la tarea. Luego veo televisión y hablo con mi esposa un rato. A las 10:00 pm ya estoy durmiendo.
—¿Qué es lo más importante para usted?
—Mis hijos, mi trabajo y mi hogar. Si uno no tiene esas tres cosas no tiene nada.
Franklin trabaja como almacenista, a pocos metros de distancia de la fuente de soda Trébol en la Avenida Baralt. Ahí se encontraba vestido con una chemise color verde —como parte de su uniforme— unos blue jeans desgastados y unos zapatos marrones resistentes a cualquier charco contaminado por los desperdicios característicos de la zona. Su celular comenzó a sonar, se sonrojó con cierta pena, pero no lo contestó. Lo único que se escuchaba era el ruido de fondo de la salsa y el merengue.
Un pasado al que le llora
—¿Qué recuerdos tiene de su infancia?
—De pequeño no conocí a mi mamá porque nos abandonó a mí y a mis cuatro hermanos. Vivíamos con mi papá en Ciudad Bolívar, pero él nos maltrataba especialmente a mí. Me decía que yo no era su hijo, me pegaba con la correa o con un cable, hasta llegó a lanzarme piedras. Un día me mandó a cuidar una mata de auyamas, me descuide por un momento y la vecina la rompió. Al llegar a la casa me reventó la espalda con una correa. Yo lloraba no del dolor sino de la rabia. Todo eso quedó en mi mente. Los recuerdos felices los tuve con mis amigos porque salíamos al río, a las fiestas y siempre estábamos juntos.
—¿Por qué decidió irse de su casa?
—Cuando tenía 16 años mi papá intentó pegarme con un cable. Estaba cansado de esa situación, por eso lo enfrenté y le dije que hasta ese día me pegaba. Me marché y fui a vivir a casa de un amigo por casi dos meses, luego viajé a Maturín donde vivía mi mamá. Me quedé con ella un par de años hasta que decidí venir a Caracas para arreglar mis papeles y conseguir un trabajo diferente a la agricultura.
Su voz manifestaba melancolía como si su mente estuviera reviviendo cada recuerdo. Era un Franklin distinto. Sin embargo, su rostro cambió, una sonrisa empezaba a dibujarse en su rostro cuando escuchó la siguiente pregunta.
—¿Cómo en su relación con sus hijos y su esposa?
—Es la mejor. Los fines de semana nos quedamos en la casa viendo televisión en familia. También los llevo a la playa o al parque. La hemos pasado muy bien y siempre estamos unidos.
Hace nueve años no fue sencillo para Franklin mantener esa armonía familiar. Su primer hijo, Frankelvis, había nacido con una enfermedad congénita conocida como ano imperforado. La ausencia de la abertura anal es un padecimiento que ocurre en 1 de cada 5.000 nacimientos y a Franklin le tocó asumir el lado adverso del azar de la vida.
—¿Cómo reaccionó al enterarse que su hijo había nacido con una enfermedad?
—Estaba emocionado porque era mi primer hijo, no podía ni dormir. Después de que nació los médicos lo evaluaron y se dieron cuenta de que tenía un problema. Cuando nos comunicaron lo que estaba pasando nos pusimos a llorar, no sólo por el hecho de que tu propio hijo estaba enfermo, sino porque no entendíamos bien toda la situación. Lo primero que le hicieron fue una operación para que pudiera evacuar sin contaminar su organismo, también se le colocaban unas bolsas de colostomía hasta que tuvo la edad necesaria para construirle la abertura.
—¿Qué sacrificios tuvo que hacer para poder curar a su hijo?
—Trabajar y trabajar. Los tratamientos eran muchos y costosos, por ejemplo una bolsa de colostomía costaba 25 bolívares y luego subió a 100 bolívares. También tenía medicamentos que duraban sólo dos veces y costaban 60 bolívares. Nosotros turnábamos los gastos, una semana se compraba comida y la otra los tratamientos para el niño. Fueron momentos duros. ¿Tú sabes lo que es comer aguacate con bollo todo los días? o preguntarte: ¿Qué iremos a comer mañana? Pero yo le decía a mi mujer: “Si hoy estamos viendo las verdes, mañana veremos las maduras”.
—En esos momentos de angustia, ¿alguna vez perdió la fuerza para seguir adelante?
—Claro, lloraba en plena calle porque no conseguía las bolsas, los antibióticos y otros medicamentos.
—¿Se encomendó a alguien en esos momentos?
—Yo siempre me encomiendo a Dios. Le pido que me proteja cuando salga y llegue a mi casa, porque si él me cuida a mí yo puedo cuidar a mis hijos.
—¿Recibió ayuda de familiares, amigos o del gobierno?
—En ese momento yo trabajaba como jardinero en Fuerte Tiuna y mi jefe, el ingeniero, me ayudó. La familia de Mirella —su mujer— también colaboró y todavía lo sigue haciendo. Mi familia no se involucró. Una vez mi mamá vino a ver al chamo, le dio asco verlo así y me aconsejó que me fuera a Maturín, pero no le iba a dar la espalda a mis hijos como ella lo hizo.
—En su experiencia, ¿cómo podría evaluar el desenvolvimiento de los hospitales?
—El conflicto lo tuvimos en el Hospital de Niños pues había muchos pacientes graves a los que tardaban en atender. Recorrimos varios hospitales y finalmente llegamos al Hospital Clínico donde le hicieron las dos operaciones para que se curara. Los doctores se portaron muy bien con nosotros porque nos explicaban y nos daban su apoyo.
Un futuro al que le ríe
Cinco años transcurrieron para que Franklin tuviera a su hijo sano y para que su vida volviera a normalizarse. El trabajo sigue siendo su constante pero los frutos de ese esfuerzo ahora son tangibles. La ausencia de nevera, camas, televisión, sofás e incluso comida quedó atrás. En su hogar a Franklin no le falta nada, sus tres hijos, su mujer y las cosas que se ha sabido ganar son suficientes para él.
—¿Cuál ha sido la mayor enseñanza en su vida?
—Aprender a trabajar, saber llevar la vida y aprender a compartir mis cosas con la familia.
—¿Con qué sueña Franklin?
—Con ganarme el Kino para que a mis hijos no les falte nada y para que no pasen por todo lo que yo pasé. Incluso ayudaría a mis papás sólo para que vean que no los trato como ellos me trataron a mí.
La cicatriz que tiene Franklin en su ceja derecha no se la hizo su padre. Las cicatrices de su padre “las lleva en la mente” como él dice. La pregunta es: ¿Cómo las carencias de Franklin no se transformaron en más carencias, sino por el contrario cómo se transformaron en un caso atípico de amor, responsabilidad y entrega?
“Las cicatrices las llevo en mi mente”
Franklin Alcalá es un ciudadano más que engrosa los índices de pobreza y las cifras de los casos de violencia doméstica infantil en Venezuela. Ahora a sus 31 años de edad trata de ser lo contrario al modelo que recibió desde pequeño, incluso cuando enfrentó vicisitudes económicas como consecuencia de una enfermedad congénita que padeció uno de sus hijos al nacer
Sus ojos pardos y cristalinos parecieran que hablaran por sí solos, como si quisieran contar las vicisitudes que han visto y los esfuerzos emprendidos por superarlas. Pero Franklin, que de cada oportunidad trata de sacar un chiste, esta vez se mostró nervioso, incluso rechazó el café —su bebida predilecta— para disponerse a contar los recuerdos de su ayer y las esperanzas de su mañana. Su pasado no sólo se enmarcó en los maltratos, sino también en la pobreza, en no tener qué comer y en la enfermedad de uno de sus hijos. Su presente sigue siendo una lucha, pero al futuro le sonríe con el sueño de que su familia tenga lo que él no pudo tener.
—¿Cómo es un día normal en la vida de Franklin Alcalá?
—Todos los días me levanto a las 4:40 am porque tardo dos horas en llegar al trabajo. Lo primero que hago es besar a mis hijos, bañarme, tomarme un café y salir a trabajar. Cuando salgo del trabajo voy directo a la casa, mis hijos me reciben al llegar, yo les echo la bendición y les pido el cuaderno para revisarles la tarea. Luego veo televisión y hablo con mi esposa un rato. A las 10:00 pm ya estoy durmiendo.
—¿Qué es lo más importante para usted?
—Mis hijos, mi trabajo y mi hogar. Si uno no tiene esas tres cosas no tiene nada.
Franklin trabaja como almacenista, a pocos metros de distancia de la fuente de soda Trébol en la Avenida Baralt. Ahí se encontraba vestido con una chemise color verde —como parte de su uniforme— unos blue jeans desgastados y unos zapatos marrones resistentes a cualquier charco contaminado por los desperdicios característicos de la zona. Su celular comenzó a sonar, se sonrojó con cierta pena, pero no lo contestó. Lo único que se escuchaba era el ruido de fondo de la salsa y el merengue.
Un pasado al que le llora
—¿Qué recuerdos tiene de su infancia?
—De pequeño no conocí a mi mamá porque nos abandonó a mí y a mis cuatro hermanos. Vivíamos con mi papá en Ciudad Bolívar, pero él nos maltrataba especialmente a mí. Me decía que yo no era su hijo, me pegaba con la correa o con un cable, hasta llegó a lanzarme piedras. Un día me mandó a cuidar una mata de auyamas, me descuide por un momento y la vecina la rompió. Al llegar a la casa me reventó la espalda con una correa. Yo lloraba no del dolor sino de la rabia. Todo eso quedó en mi mente. Los recuerdos felices los tuve con mis amigos porque salíamos al río, a las fiestas y siempre estábamos juntos.
—¿Por qué decidió irse de su casa?
—Cuando tenía 16 años mi papá intentó pegarme con un cable. Estaba cansado de esa situación, por eso lo enfrenté y le dije que hasta ese día me pegaba. Me marché y fui a vivir a casa de un amigo por casi dos meses, luego viajé a Maturín donde vivía mi mamá. Me quedé con ella un par de años hasta que decidí venir a Caracas para arreglar mis papeles y conseguir un trabajo diferente a la agricultura.
Su voz manifestaba melancolía como si su mente estuviera reviviendo cada recuerdo. Era un Franklin distinto. Sin embargo, su rostro cambió, una sonrisa empezaba a dibujarse en su rostro cuando escuchó la siguiente pregunta.
—¿Cómo en su relación con sus hijos y su esposa?
—Es la mejor. Los fines de semana nos quedamos en la casa viendo televisión en familia. También los llevo a la playa o al parque. La hemos pasado muy bien y siempre estamos unidos.
Hace nueve años no fue sencillo para Franklin mantener esa armonía familiar. Su primer hijo, Frankelvis, había nacido con una enfermedad congénita conocida como ano imperforado. La ausencia de la abertura anal es un padecimiento que ocurre en 1 de cada 5.000 nacimientos y a Franklin le tocó asumir el lado adverso del azar de la vida.
—¿Cómo reaccionó al enterarse que su hijo había nacido con una enfermedad?
—Estaba emocionado porque era mi primer hijo, no podía ni dormir. Después de que nació los médicos lo evaluaron y se dieron cuenta de que tenía un problema. Cuando nos comunicaron lo que estaba pasando nos pusimos a llorar, no sólo por el hecho de que tu propio hijo estaba enfermo, sino porque no entendíamos bien toda la situación. Lo primero que le hicieron fue una operación para que pudiera evacuar sin contaminar su organismo, también se le colocaban unas bolsas de colostomía hasta que tuvo la edad necesaria para construirle la abertura.
—¿Qué sacrificios tuvo que hacer para poder curar a su hijo?
—Trabajar y trabajar. Los tratamientos eran muchos y costosos, por ejemplo una bolsa de colostomía costaba 25 bolívares y luego subió a 100 bolívares. También tenía medicamentos que duraban sólo dos veces y costaban 60 bolívares. Nosotros turnábamos los gastos, una semana se compraba comida y la otra los tratamientos para el niño. Fueron momentos duros. ¿Tú sabes lo que es comer aguacate con bollo todo los días? o preguntarte: ¿Qué iremos a comer mañana? Pero yo le decía a mi mujer: “Si hoy estamos viendo las verdes, mañana veremos las maduras”.
—En esos momentos de angustia, ¿alguna vez perdió la fuerza para seguir adelante?
—Claro, lloraba en plena calle porque no conseguía las bolsas, los antibióticos y otros medicamentos.
—¿Se encomendó a alguien en esos momentos?
—Yo siempre me encomiendo a Dios. Le pido que me proteja cuando salga y llegue a mi casa, porque si él me cuida a mí yo puedo cuidar a mis hijos.
—¿Recibió ayuda de familiares, amigos o del gobierno?
—En ese momento yo trabajaba como jardinero en Fuerte Tiuna y mi jefe, el ingeniero, me ayudó. La familia de Mirella —su mujer— también colaboró y todavía lo sigue haciendo. Mi familia no se involucró. Una vez mi mamá vino a ver al chamo, le dio asco verlo así y me aconsejó que me fuera a Maturín, pero no le iba a dar la espalda a mis hijos como ella lo hizo.
—En su experiencia, ¿cómo podría evaluar el desenvolvimiento de los hospitales?
—El conflicto lo tuvimos en el Hospital de Niños pues había muchos pacientes graves a los que tardaban en atender. Recorrimos varios hospitales y finalmente llegamos al Hospital Clínico donde le hicieron las dos operaciones para que se curara. Los doctores se portaron muy bien con nosotros porque nos explicaban y nos daban su apoyo.
Un futuro al que le ríe
Cinco años transcurrieron para que Franklin tuviera a su hijo sano y para que su vida volviera a normalizarse. El trabajo sigue siendo su constante pero los frutos de ese esfuerzo ahora son tangibles. La ausencia de nevera, camas, televisión, sofás e incluso comida quedó atrás. En su hogar a Franklin no le falta nada, sus tres hijos, su mujer y las cosas que se ha sabido ganar son suficientes para él.
—¿Cuál ha sido la mayor enseñanza en su vida?
—Aprender a trabajar, saber llevar la vida y aprender a compartir mis cosas con la familia.
—¿Con qué sueña Franklin?
—Con ganarme el Kino para que a mis hijos no les falte nada y para que no pasen por todo lo que yo pasé. Incluso ayudaría a mis papás sólo para que vean que no los trato como ellos me trataron a mí.
La cicatriz que tiene Franklin en su ceja derecha no se la hizo su padre. Las cicatrices de su padre “las lleva en la mente” como él dice. La pregunta es: ¿Cómo las carencias de Franklin no se transformaron en más carencias, sino por el contrario cómo se transformaron en un caso atípico de amor, responsabilidad y entrega?
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