jueves, 2 de junio de 2011

Crónica de lo cotidiano: Un Mercal (taller)


A las 10 de la mañana la mezcla de bebida chocolatada, el fororo con canela Doña Carmen, las arvejas bolivarianas y las latas de salchichas son los únicos alimentos que colman, a duras penas, sólo dos de los veinte estantes vacíos de aquel almacén. Las paredes azuladas y un tanto desgastadas están tapizadas con caricaturas socialistas y una foto del Comandante Chávez bien robusto, es decir, como si nunca se hubiese alimentado de la comida de aquellos escuálidos anaqueles. 

La santamaría que casi roza el suelo, indica que el negocio estaba cerrado por los momentos. De  igual forma se escucha al cajero decir: “Pasa catira pa que veas lo que hay”. Mientras tanto las doñitas y las jóvenes madres, con sus criaturas en brazos, esperan pacientemente la llegada de un camión repleto de alimentos, o por lo menos con carne y pollo para hacer un hervido.

La espera transcurre en cuatro largos bancos sin espaldar, algunos son color revolución y otros del mismo azul desteñido de las paredes. Por orden de llegada se van acomodando los consumidores. Varios arriban con la intención de saltarse algún puesto en la fila, pero con la misma velocidad se escucha la advertencia: “No te vayas a colear negro”.  

El cargamento finalmente llega. La algarabía, el barullo y las caras sonrientes se contagian entre los que están presentes y también quienes se van sumando a la cola. La salsa brava proveniente del reproductor de sonidos del vehículo induce el tumbao de algunas mujeres, mientras el vigilante del comercio vocifera con firmeza y con un tono regañadientes: “Vayan acomodándose en la fila señoras”. 

Los más impacientes se acercan a la puerta de descarga para indagar sobre cuáles productos surtirían el almacén. “Arroz, azúcar, café, salsa inglesa y jugo de pera, eso es lo que vino” informan unos - “¿Pero qué pasó con la carne y el pollo?, replican otros. No hay respuesta, sólo se escucha una señora de baja estatura y de cabellos emblanquecidos: “Hace dos días, aquí, había de todo”.

El sol que avecina el mediodía empieza a calentar y la espera recobra terreno en la voluntad de la gente. Tres carretilleros uniformados descargan los insumos para distribuirlos en los desnudos estantes del local. Pasan diez, veinte minutos y los futuros compradores miran de tanto en tanto sus relojes. Tres o cuatro mujeres desisten, puesto que no habían llegado los productos que necesitaban comprar.

Justo enfrente al almacén una señora parlanchina de unos 50 años vende bolsas negras plásticas, cada una a un bolívar, pues el establecimiento no proporciona ninguna especie de talega para poder cargar las compras. Su socia, otra mujer madura un poco más tímida, ofrece negritos para hacer llevadera la espera. Pasan 30 minutos adicionales que propician una gama variopinta de temas de conversación. 

El olor a excremento es el primer tópico para un grupo que se encuentra cerca de un rincón que, aparentemente, los indigentes utilizan como baño nocturno. El último asiento del banco no está ocupado, pero quienes se acercan al sitio, les chismean con preocupación: “No te pongas ahí porque vas a aspirar meado piche”. Las señoras, entre ellas, negocian posibles soluciones para el hedor: unas diden que con cal se quita; otras con sal.

Las abuelas, por su parte, suspiran entre ellas hablando del Presidente, se retuercen de odio por los escuálidos y oran para que su héroe gobierne por un par décadas más. Dos puestos más allá, quienes no están enterados ni de la pestilencia ni de las pasiones platónicas, conversan sobre la delincuencia o de la escasez de alimentos. 

El ruido que se produce al abrir la reja principal de El Mercal de La Veguita, condiciona a los compradores a tener sus bolsas en manos y pasar de diez en diez a busca de sus alimentos. Las conversaciones se retoman mientras se escucha a lo lejos la voz de un empleado: “Solo pueden llevar tres paquetes de azúcar, tres de arroz y los que quieran de café”.  

Crónica de lo cotidiano: Un blackberry-vicio (taller)



Son las 4:33 pm y nada. Han pasado 4 minutos y todavía la lucecita roja no titila en la pantalla. Igual espero y miro con atención el objeto que reposa sobre la mesa, mientras simulo estar haciendo otra cosa. Pero esto no es cierto porque con el rabito del ojo lo estoy viendo. Ese destello prende y se apaga en fracciones de segundos, lo que en ocasiones es engañoso y crea una ansiedad ridícula sobre todo cuando se está a la espera de un pin o un correo electrónico de importancia.

Lo vuelvo a mirar y esta vez presiono un botón del teclado. No confío en que realmente se haya encendido la bendita luminiscencia. Observo la hora, 4:43 pm, diez minutos adicionales y nada. Chequeo que tenga batería suficiente, y que la señal sea la óptima. Reviso nuevamente el chat: sé que el mensaje llegó a su destinatario y sé que lo revisó, pero me pregunto: ¿Por qué coño no contesta?

Me estreso y mi mente empieza a maquinar. Me hago preguntas o planteo situaciones hipotéticas: ¿Estará en una reunión?, ¿Será que perdió el interés? Debe ser que está muy ocupado. Mis cutículas empiezan a ser desgarradas en un verdadero acto idílico y salvaje que sólo se detendrá cuando la jodida luz roja se encienda o cuando me sangre el dedo. 

Cuántos no habrán echado de menos esos días ochentosos en que recibían llamadas en su Motorola Dynatac 8000x, un auténtico ladrillo analógico que pesaba 800 gramos y medía unos 33 centímetro de largo; 4,5 de ancho y 8,9 centímetros de grueso. Fue el boom del momento que permitió que las masas privilegiadas pagaran casi 4.000 dólares por un objeto cuya batería sólo daba para una hora de conversación.   

Ahora, por un aparato móvil de 10 centímetros de largo, casi 5 de ancho y 1 centímetro de grueso cuya pila durará más de una hora, las personas pagan menos de 600 dólares, convirtiéndolo en un vicio mucho más accesible. Venezuela, por ejemplo, compra el 70% de los dispositivos que se ofrecen en Latinoamérica y vende alrededor de 300 mil Blackeberries cada trimestre, la misma cantidad que demandaron los estadounidenses hace más de 20 años por el antiquísimo y prehistórico Motorola.

Son casi 27 millones de venezolanos, sin contar aquellos que lo adquieren mediante el cupo Cadivi, quienes comparten la angustia de la luz roja que no se enciende  y la señal que falla con regularidad. Da igual, es la moda y una necesidad. Por eso, no se le da importancia cuando es necesario ir al servicio técnico, hasta tres veces por semana esperando una cola de cien personas, sólo para arreglarle las manías; o cuando al conducir por la autopista es imperativo esconder el dispositivo cerca de los genitales por miedo a ser víctima de un robo o un homicidio. Porque sí es cierto, hasta tres homicidios semanales se han reportado por robar un “BB”. 

Luego de treinta minutos, la foto del fondo de pantalla del Blackberry me aburre y empieza a estresarme. Aprovecho la oportunidad de ocio para enterarme de las últimas notificaciones de Facebook, retwittear algún dato curioso y descargar las últimas actualizaciones. La luz de la pantalla se desvanece a los 10 segundos y aguardo para mirar las imperfecciones de mi rostro en el protector tipo espejo que compré en una minitienda por 50 bolívares. 

Lo dejo en reposo por un instante, espacio de tiempo para que el codiciado resplandor rojizo titilara en la parte superior derecha del móvil. No me percato inmediatamente, necesito 4 segundos para comprobar lo que mis ojos incrédulos ven. Estoy segura que es la respuesta al mensaje, por ello desbloqueo el teclado con rapidez. Pero el trackball se paraliza, la pantalla se torna blanca y justo en el medio con letras mínimas leo con desesperanza: reset.

Crónica de lo cotidiano: Un beso (taller)


Hay besos silenciosos, besos nobles; hay besos enigmáticos, sinceros; hay besos que se dan sólo las almas; hay besos por prohibidos, verdaderos. Besos que calcinan, que hieren, que arrebatan los sentidos y que han dejado mil sueños errantes y perdidos. Son los besos de Mistral que se leen, se escuchan, pero cuando se practican saben diferente: ¿Mejor o peor? de muchas cosas depende.

Un beso puede arrojar 77.500.000 resultados en Google, 2 sinónimos en la RAE, 40 mil bacterias inofensivas de una boca a otra, la ejercitación de 30 músculos faciales, una treintena de tipología y centenares de sensaciones. Un ósculo apasionado es el que libera adrenalina para aumentar el ritmo cardíaco, la tensión arterial y fortalecer las defensas. Es el más saludable, el más anhelado. 

El primero siempre se recuerda: el corazón late aceleradamente, las manos cambian de temperatura: sudan y luego se congelan. Lo delicioso de un buen beso, no es el beso per se. Es el instante en el que ambos se acercan de forma sincronizada, las manos de uno se corresponden con la del otro. No se hablan. Sólo el cuerpo lo hace. Los labios se rozan y las lenguas se encuentran, se abrazan como si se hubiesen querido conocer desde hace mucho. No sabes cuánto dura. No ves, no piensas. Solo sientes su respiración y la tuya. Quieres que sea eterno, pero a la vez no, porque sabes que los siguientes serán mejor.  

También hay besos que engendran la tragedia, besos traicioneros y cobardes; hay besos maldecidos y perjuros. La poeta chilena no lo dice, pero son besos de despedida: son los de Judas. Los que no se recuerdan porque duelen. Son los que se mojan en una lágrima salada o los que sólo se producen en la mente. Son los que te hacen pensar: ¿Será realmente el último? Te embarga la nostalgia y quieres detenerlo porque no vale la pena seguir con aquel castigo. 

Hay besos que producen desvaríos de amorosa pasión, ardiente y loca. Es igual que un entuque en Colombia; un aprete en Costa Rica; un chape en Perú, un morreo en España es igual a un zampe en Venezuela. Son esos que se dan después de los dulces y románticos. Ocurren cuando la pasión se desata, cuando ya no hay frío ni calor, sólo calor. Suceden cuando los piquitos  se vuelven infantiles e insuficientes.
No obstante, hay ósculos que no se descubren. Que no se saborean, pues un 10% de la población mundial, no se besa. Ni un beso seco, ni uno francés, nada. No forman parte de las tres cuartas partes de la humanidad que inclinan la cabeza al lado derecho cuando besa o de los más intensos que queman 150 calorías en un extenso beso de 10 minutos. Ni siquiera comparten la tradición japonesa de que los besos apasionados se tatúan en el cuello y en las manos, nunca en los labios.

Los labios, el único trozo de epidermis igual entre hombres y mujeres, es la razón para pensar que cuando se besan, dos se vuelven uno, pero no lo contrario. También ocurre con los peces “besadores” que nadan juntos largas horas, mientras mantienen unidas sus bocas. También son los besos de Mistral: de tempestad y salvajes que pronuncian por sí solos la sentencia de amor condenatoria.