A las 10 de la mañana la mezcla de bebida chocolatada, el fororo con canela Doña Carmen, las arvejas bolivarianas y las latas de salchichas son los únicos alimentos que colman, a duras penas, sólo dos de los veinte estantes vacíos de aquel almacén. Las paredes azuladas y un tanto desgastadas están tapizadas con caricaturas socialistas y una foto del Comandante Chávez bien robusto, es decir, como si nunca se hubiese alimentado de la comida de aquellos escuálidos anaqueles.
La santamaría que casi roza el suelo, indica que el negocio estaba cerrado por los momentos. De igual forma se escucha al cajero decir: “Pasa catira pa que veas lo que hay”. Mientras tanto las doñitas y las jóvenes madres, con sus criaturas en brazos, esperan pacientemente la llegada de un camión repleto de alimentos, o por lo menos con carne y pollo para hacer un hervido.
La espera transcurre en cuatro largos bancos sin espaldar, algunos son color revolución y otros del mismo azul desteñido de las paredes. Por orden de llegada se van acomodando los consumidores. Varios arriban con la intención de saltarse algún puesto en la fila, pero con la misma velocidad se escucha la advertencia: “No te vayas a colear negro”.
El cargamento finalmente llega. La algarabía, el barullo y las caras sonrientes se contagian entre los que están presentes y también quienes se van sumando a la cola. La salsa brava proveniente del reproductor de sonidos del vehículo induce el tumbao de algunas mujeres, mientras el vigilante del comercio vocifera con firmeza y con un tono regañadientes: “Vayan acomodándose en la fila señoras”.
Los más impacientes se acercan a la puerta de descarga para indagar sobre cuáles productos surtirían el almacén. “Arroz, azúcar, café, salsa inglesa y jugo de pera, eso es lo que vino” informan unos - “¿Pero qué pasó con la carne y el pollo?, replican otros. No hay respuesta, sólo se escucha una señora de baja estatura y de cabellos emblanquecidos: “Hace dos días, aquí, había de todo”.
El sol que avecina el mediodía empieza a calentar y la espera recobra terreno en la voluntad de la gente. Tres carretilleros uniformados descargan los insumos para distribuirlos en los desnudos estantes del local. Pasan diez, veinte minutos y los futuros compradores miran de tanto en tanto sus relojes. Tres o cuatro mujeres desisten, puesto que no habían llegado los productos que necesitaban comprar.
Justo enfrente al almacén una señora parlanchina de unos 50 años vende bolsas negras plásticas, cada una a un bolívar, pues el establecimiento no proporciona ninguna especie de talega para poder cargar las compras. Su socia, otra mujer madura un poco más tímida, ofrece negritos para hacer llevadera la espera. Pasan 30 minutos adicionales que propician una gama variopinta de temas de conversación.
El olor a excremento es el primer tópico para un grupo que se encuentra cerca de un rincón que, aparentemente, los indigentes utilizan como baño nocturno. El último asiento del banco no está ocupado, pero quienes se acercan al sitio, les chismean con preocupación: “No te pongas ahí porque vas a aspirar meado piche”. Las señoras, entre ellas, negocian posibles soluciones para el hedor: unas diden que con cal se quita; otras con sal.
Las abuelas, por su parte, suspiran entre ellas hablando del Presidente, se retuercen de odio por los escuálidos y oran para que su héroe gobierne por un par décadas más. Dos puestos más allá, quienes no están enterados ni de la pestilencia ni de las pasiones platónicas, conversan sobre la delincuencia o de la escasez de alimentos.
El ruido que se produce al abrir la reja principal de El Mercal de La Veguita, condiciona a los compradores a tener sus bolsas en manos y pasar de diez en diez a busca de sus alimentos. Las conversaciones se retoman mientras se escucha a lo lejos la voz de un empleado: “Solo pueden llevar tres paquetes de azúcar, tres de arroz y los que quieran de café”.