miércoles, 1 de diciembre de 2010

Crónica urbana


Casas de cartón, corazones de barro y voluntades de hierro

Según la  Real Academia Española la palabra censura significa: “dictamen y juicio que se hace o da acerca de una obra o escrito”. Este concepto se queda corto en la realidad venezolana, pues a nosotros se nos aplica este juicio cuando hablamos, opinamos, pensamos y actuamos de una forma distinta a la ideología del gobierno. Pero eso ya se sabe por conocimiento de causa. El problema surge cuando nos censuran la colaboración, cuando nos ponen una etiqueta de oposición o de pitiyanquis cuando se supone que estás ayudando al prójimo.
Esta mañana, desperté sin saber que mis ojos serían testigo de la injustica, del egoísmo político y de la arbitrariedad de supuestas autoridades. Esta mañana yo como otro número reducidos de ucabistas, pensamos que si bien las clases habían sido suspendidas a causa de las lluvias y los derrumbes acaecidos en la capital, podíamos aprovechar ese tiempo no viendo televisión sino acercándonos al centro de acopio de Proyección a la Comunidad, en Montalbán, para ver qué ayuda se necesitaría.
Los pañales, las compotas, las bolsas de arroz, los enlatados, los rollos de papel sanitario, las medicinas y todo lo que llegaba al centro era dividido en porciones equitativas que luego se enviarían a los distintos centros donde se encontraban los damnificados en los sectores de Antimano y Carapita. La logística fue extraordinaria, algunos voluntarios separaban los insumos, otros hacían inventario, otros empaquetaban y colocaban sobre tirro el nombre del lugar al que se llevaría. No se paraba de trabajar: si llegaba un lote en ese mismo momento se disponía a organizarlo.
Al cabo de dos horas todos los paquetes estaban organizados por nombre: Liceo Fermín Paul, Liceo Los Naranjos, Liceo Simón Bolívar, Liceo Miguel Otero Silva, entre otros. Los paquetes ahora no parecían muchos. La porción que le correspondía a cada institución no le hacía justicia al número de personas que se alojaban en dichos centros. Entre 200 a casi 500 personas debían ser alimentadas con tres bolsas de alimentos. Los bebés tendrían que compartir tres paquetes de pañales. Los enfermos tendrían que conformarse con una bolsa de medicinas. Pero la verdad es que con eso se estaba ayudando y eso es lo que cuenta.
***
Los jeeps llegaron y se dispuso introducir la carga dentro de los vehículos. Mi destino junto con tres compañeros más fue el módulo de Carapita –el cual se decidió a último momento– y el Liceo Miguel Otero Silva. El trayecto fue corto pero suficiente para observar que el barro  que trajo la lluvia tapizaba las calles. Las huellas de los cauchos se marcaban en esa alfombra aún húmeda que le daba un aspecto atroz al paisaje que de costumbre está repleto de basura y de caras que se arrugan para no percibir el olor a podredumbre.
Al llegar al módulo de Salud de Carapita  el olor era distinto pero no más agradable. Se olía la desesperación que se mezclaba con el aroma del sudor, de orine, de pupú. No se podría distinguir cuál olor era cual. En la entrada un grupo de personas con sus escasas pertenencias hacían cola para registrarse en el censo de damnificados que se albergaban allá. Una señora que se identificó como encargada del Consejo Comunal de la zona salió a recibir los insumos y guiarnos hacia dónde debíamos llevar las cajas y bolsas. La gente nos observaba con curiosidad y tal vez con alivio al ver que ya tenían algo que comer.
Empecé a sospechar que nuestra cuota de colaboración no se iba a repartir entre las 455 personas que habitaban en ese lugar. No por lo escaso de los paquetes sino porque los enseres se llevaron a un depósito donde se encontraban unas pocas familias. Resulta, que sin saberlo, el sitio albergaba a distintos Consejos Comunales y cada uno se acercaba a nosotros con peticiones y necesidades distintas. Uno de los voceros del Consejo Comunal Bicentenario, el señor Nuñez, nos contaba que el día de ayer casi 17 familias se dirigieron a Fuerte Tiuna para buscar un sitio para quedarse. Sin embargo, los sacaron del lugar porque no eran el grupo de personas que aparecían en la lista.
“Yo sí creo en el socialismo y en la revolución bonita, pero creo que al pueblo se necesita hablarle con la verdad y no engañarnos como lo hicieron” palabras similares (no contaba con una grabadora en ese momento) pronunció el señor Nuñez. Su cabello blanqueado, su rostro arrugado y su peso sostenido por una sola muleta no reflejaban la fuerza con la que hablaba. Nuñez contaba que llegaron allí a las 5 am después de que los despacharan sin más ni menos de las puertas de Fuerte Tiuna. Enseguida nos invitó al interior del recinto para que nos informáramos sobre las cosas que necesitaban.
Mientras escuchábamos los lamentos y las vicisitudes de las familias que tuvieron que ser desalojados de sus casas por la inestabilidad del terreno a raíz de las lluvias, y mientras observábamos a nuestro alrededor niños durmiendo en el piso, las caras de cansancio y de irritabilidad de las personas, un joven se paró frente a nosotros y nos preguntó de dónde precedía nuestra ayuda. Bajo ningún motivo podíamos pronunciar la palabra UCAB, pues ya existen los antecedentes del rechazo inminente a nuestra casa de estudio, por eso dijimos que proveníamos de un centro de acopio cercano.
De igual forma ese joven, que ni siquiera estaba identificado y que más bien parecía un infiltrado o un soplón de la SS en los tiempos de Hitler, nos echó del lugar. Mientras intentábamos explicar que nuestra intención era ayudar. El joven insistió en que nos largáramos de allí, incluso llamó a la Guardia Nacional para sacarnos del lugar como si fuésemos delincuentes. Fuera de las instalaciones intentamos persuadir al “supuesto funcionario” para que entendiera nuestra presencia en aquel lugar.
Más que escucharnos, tuvimos nosotros que escucharlo a él. Este señor que aún no se había identificado nos instruyó de cómo se estaba procediendo en ese módulo. Nos explicó que los insumos deberían llegar a una central de la vicepresidencia y que allá se encargarían de hacer la distribución de enseres. Sin embargo, habían pasado tres días y la gente se quejaba porque aún no tenían que comer. Entonces uno se pregunta, ¿Por qué no aceptar esta ayuda si hay 455 personas que necesitan alimentarse, que necesitan tomar agua, que necesitan medicinas? La respuesta es sencilla y evidente: una postura política y una mente cerrada dispuesta a sacrificar el bienestar de muchos por el orgullo de unos pocos.
Aún así seguimos hablando con el señor Nuñez. Ahora se encontraba molesto por la forma en que nos botaron del lugar. Él sabía de alguna manera nuestra tendencia política, pero manifestó que no importaba que todo esto viniera de la oposición, lo importante era ayudar al pueblo que estaba en crisis. El señor Nuñez se despidió agradecido y pidiendo que regresáramos. Con una sonrisa se marchó pues tenía otra batalla que ganar, se dirigía a hablar con el alcalde Jorge Rodríguez.
***
El Liceo Miguel Otero Silva queda más lejos. Las subidas  que conducen a la institución son empinadas y estrechas. También están mojadas y en cada esquina se aglutinan las montañas de desechos  que decoran las entradas de las licorerías, las paradas de autobuses e incluso la entrada de la pequeña capilla de Santa Ana. El jeep finalmente paró. A la izquierda se veía que la estructura del colegio se conservaba en buen estado. A la derecha unas cuatro personas que fijoneaban las cajas y bolsas que se descargaban. Hacia arriba se apreciaba un laberinto sin fin donde los cables de luz colindaban con el asfalto como si se perdiera la perspectiva a medida que la carretera se alejaba. Hacia abajo la sensación era la misma.
Este liceo era la nueva residencia de casi 400 personas. En la entrada había un grupo de señores que anotaban en un cuaderno quién entraba y quién salía, o tal vez otra cosa. Sin embargo, nos recibieron agradecidos. Rápidamente nos indicaron que en el segundo piso se había dispuesto un salón para almacenar los alimentos. Al llegar nos sorprendió el orden: las pastas por un lado, los granos por otro, los pañales agrupados, el aceite también y así con cada producto. Las ropas se ubicaron en la planta baja en un cuartito de menor tamaño. Se notaba que había un intento de organización.
Mientras se anotaba los insumos que se necesitarían, decidí pasear por el lugar. Entré a un salón que hacía las veces de enfermería donde habían 8 personas. Primero conversé con dos señoras que acompañaban a un joven enfermo de unos 30 años acostado sobre una mesa ya que no podía pararse. Ellas me contaron que habían comido y que se sentían cómodas en el lugar. La segunda persona con la que conversé era una señora que se encontraba recostada en el suelo. Sufría de migraña y tenía un resfriado por dormir en el piso por dos noches. A ella la acompañaban su nieta y su nuera que tendría no más de 15 años.  
La señora señaló que su casa estaba en la esquina donde el agua se llevó la carretera. También explicó preocupada que muchas personas que viven en casas más arriba del cerro, se negaban a salir por miedo a perder sus cosas. Me contó también, que una señora que tenía hijos pequeños se negaba a desalojar a pesar de que se encontraba en peligro. A través de la Lopna (Ley Orgánica de Protección del Niño y el Adolescente) le llevaron los niños  a su padre para que estuvieran a salvo. Aún así la mujer se negó a  abandonar su hogar.
En medio de la desesperanza y la incertidumbre de no saber qué pasará con su paradero, la señora tirada en el piso y arropada con una fina cobija, agradecía nuestra presencia y con una sonrisa preguntó: “¿Ustedes van a regresar?”.
   
  

2 comentarios:

  1. Muy bien prima! Tremenda historia, realmente interesante y muy, muy bien escrita. Te felicito! Espero que este artículo de la vuelta, probablemente deberías mandar una versión un poco más corta a los distintos periódicos a ver si lo publican en la sección de opinión.

    Un abrazo,

    Pancho

    ResponderEliminar
  2. Andreyna, excelente tu descipción. Plasmas muy bien la realidad, y me gusta el estilom Me enanta. Nano

    ResponderEliminar